A veces yo me paro y te observo, en toda tu plenitud, con toda tu majestuosidad… y me inspiras recuerdos de la infancia ya en parte perdida, cuando tus fuertes brazos nos permitían sostener una pequeña cuerda que nos servía de columpio. Allí, recuerdo, pasábamos largos instantes en verano mientras cantábamos, charlábamos u observábamos, sin ser todavía conscientes, el horizonte salado a lo lejos.
Recuerdo que además, en otoño, eso todavía hoy sucede, nos cedías tus frutos que recogíamos entre los balidos y conguitos de oveja, que luego lavábamos para consumirlos durante el invierno.
¿Quién podía pensar que tu estampa sería hoy motivo de mis reflexiones, para mostrarle al mundo la grandeza de tu presencia?
Una vez más tus hojas se debilitan lentamente para conformar, otra vez, un paisaje amarillo y marrón, casi olvidado por completo para mi, y que quisiera extender por toda la geografía, ahora colonizada por extraños ejemplares inmutables que me derrotan… y a ti también.
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