Que hablar de gastronomía puede llegar a ser una cosa muy seria, eso lo sabe todo el mundo, aunque en ciertos contextos no se le dé la debida importancia. Maltratar el producto, mezclar lo que no es mezclable, sobar en demasía o presentar los alimentos de forma indebida, son actos muy feos que deberían ser revisados, en general.
Por eso cuando veo, huelo o malsiento que alguien juega con la comida, aún comiéndosela, doy un paso atrás, intento disimular mi cara de asco y me vuelvo por el mismo camino por el que vine. Supongo que no es algo que sólo me sucede a mí, aunque presiento que en esto del comer hay gustos para todo, o si no gustos, por lo menos existe multitud de gente que disfruta de lo que a otros nos supera y por eso, choca con nuestra forma de entender el acto gastronómico.
Seamos más objetivos.
Situémonos en un entorno pastoril, con sus ovejitas y corderos, la hierba fresca y verde, salpicada por pequeñas florecillas silvestres, todo ello amenizado por una leve brisa primaveral que azota sus mejillas. Él y ella están sentados en medio del campo, cruzándose la mirada mientras, sus dulces dientes blanquecinos de nácar mastican, en silencio, el redondo panecillo del trigo que había sido molido en el molino del abuelo de ella. En ese preciso instante llega un pastor, que acaba de ordeñar unas ovejas, con un olor a cabrío que lo invade todo. Trae su comida en un saco sin lavar y pregunta a la entrañable pareja si puede sentarse a comer para no sentirse solo y poder charlar con alguien. Él y ella ceden a la petición de compartir su espacio, aunque con cierto desdén en la mirada. Antes de empezar a comer, el pastor se quita las botas de goma que posa, inmediatamente después, justo al lado del cestito y el mantel de cuadros de nuestra entrañable pareja. Mientras come, el pastor se frota las manos al pantalón después de limpiarse la boca con la manga de su chaqueta de lana.
Este cuento inacabado de personajes exagerados e irreales, ilustra a la perfección el mal gusto de este pastor en cuanto a su impertinencia, lo primero, pero también en sus diabólicas costumbres gastronómicas. Puede que su pan sea una auténtica delicia y que su queso haya sido elaborado con la leche de oveja más pura y sabrosa, pero él y ella se mostrarían reacios, seguramente, a probar todo aquello que el pastor les pudiera ofrecer, siempre y cuando no se encontrasen en situación de extrema hambruna.
Entendámonos bien, no se trata de delicadeza en la decoración, de pulcritud obsesiva hasta el extremo de quitar la mancha recién formada de una gota de salsa en el mantel de nuestra casa o de dibujar filigranas en el aire con un hilo de chocolate.
A nuestro entender, la comida para muñecos es propia de la infancia, porque los muñecos no son seres vivos, tan sólo en la imaginación de un niño, y por eso todo es posible en la tapa-plato de un bote de mermelada inservible. De este modo, lo imaginario funciona en el (sub)consciente de tantos seres humanos adultos raros, y por eso algunos de esta especie no ingieren carne mientras ven como despedazan un animal, no comen pisto de verduras presentado, directamente, en caldero de plástico, no compran jarrete en locales en los que se empilan cadáveres de animales -en vez de presentar la carne- o no entran en bares y restaurantes con olores a aceites viejunos de varias temporadas.
Por esa misma razón muchos otros, como yo y en estos casos, prefieren renegar de la tradición quesera de este pastor, de la de este carnicero y de los platos caseros del restaurador citado, para elevar al cielo un canto de protesta indiscriminada y ácida, deseando convertirse por un momento en Andy Warhol, mientras se come una hamburguesa doblemente empaquetada en papeles de colores comerciales y en la más absoluta soledad.
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